Hoy queremos poner el acento en la importancia del silencio en la oración. No es una
novedad, pero suele ser uno de los puntos débiles de nuestra vida de oración.
Las prisas, las tareas, lo urgente, nos impide en múltiples ocasiones ver lo
importante, que es la presencia de Dios en nuestras vidas. Y para esto - como
para la oración explícita- es imprescindible el silencio.
Se
puede decir que la oración empieza con el
silencio: cada oración comienza con un rato de apaciguar el alma, y
termina con otro silencio-reto: ¿cómo voy a aplicar esto a mi vida?
Otros autores extrapolan este símil y lo aplican a la duración misma de la existencia humana: cuando nacemos estamos varios años sin poder hablar, y terminamos con un "Gran Silencio": la muerte que sólo deja que sean nuestros actos pasados los que sigan hablando de lo que fuimos. Y entre ambos silencios existenciales, un sinfín de palabras cruzadas entre Dios y tú.
Otros autores extrapolan este símil y lo aplican a la duración misma de la existencia humana: cuando nacemos estamos varios años sin poder hablar, y terminamos con un "Gran Silencio": la muerte que sólo deja que sean nuestros actos pasados los que sigan hablando de lo que fuimos. Y entre ambos silencios existenciales, un sinfín de palabras cruzadas entre Dios y tú.
Siendo
más concretos, otros remarcan que el silencio es eso
que cuesta tanto al principio de la vida de oración, y que poco a poco va creciendo hasta que llena todo el rato de oración, y llena la vida
misma.
RÓBAME LAS PALABRAS
Róbame, Señor, las palabras.
Todas
esas palabras vacías de mi vida,
todas esas voces que no son realmente la
mía,
todos esos ruidos con los que lleno mi boca
y esconden lo auténtico de mi ser.
Róbame, Señor, las palabras.
Transforma tanta aduladora energía
en búsqueda de Ti en cada esquina
y, hallándote desnudo en lo cotidiano,
sepa arroparte con un "sí" arriesgado.
Róbame, Señor, las palabras.
Aléjalas de mí en tal manera
que ya sólo pueda decirte que te quiero
con el ritmo constante e insaciable
de mi día a día.