Tal vez los padres hablarían de sus hijos. O alguien muy enamorado pensaría inmediatamente en su pareja. ¿Cuántas veces hemos oído a alguien expresar que su padre o su madre es lo que más quiere en este mundo? Es posible, también, que quien vive vocacionalmente alguna dimensión de la vida piense que eso es irrenunciable, que esa es su verdadera pasión y está por encima de todo lo demás –imagina un científico consagrado a una causa, un deportista en el momento cumbre de su carrera, un escritor que no concibe su vida sin las palabras–.
Amar a Dios sobre todas las cosas no significa amar solo a Dios o amarlo más (porque hay realidades, y sobre todo personas, a quienes amas con todo tu ser, y no crees que puedas amar más que eso). Quizás significa amarlo en todas. O que allá donde amas de verdad puedas aprender a descubrir el reflejo del Dios que es amor.
Es aprender a descubrir cómo, en muchas dimensiones de nuestra vida, el amor inmediato es solo un camino hacia el Dios que es principio y fundamento. Amar a los hijos es amar a Dios (que es Padre, y Madre, y nos enseña en ellos la gratuidad). Amar a los amigos es amar a Dios (que es relación y nos llama a no vivir encerrados en burbujas de egoísmo). Amar la propia vocación es amar a Dios (creador que nos ha dado tantas posibilidades de contribuir, con nuestros talentos, a continuar su obra). Amar a tu pareja incondicionalmente es amar a Dios (el que nos enseña el valor de la alianza, de la fidelidad y del compromiso).
¿Hay amores estériles en los que no está Dios? Puede haberlos. El amor al propio ego cuando está desquiciado y desmesurado. O a bienes que, entendidos como valores absolutos, solo se convierten en prisión (ya sea el dinero, la imagen, el poder, el éxito u otros). A esos los llamamos ídolos.
Una cuestión más. ¿Se puede amar a Dios directamente? Sí. En la medida que su Palabra se convierte en voz que me remite a Él. En Jesús, que nos ha mostrado el rostro más comprensible de Dios para nosotros. Y en un espíritu que a veces nos llena de gozo, de calma o de esperanza.
José María Rodríguez Olaizola, sj