La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Juan 1.
Llamamos “fideísmo” la doctrina que pretende vivir la fe sin integrar en ella la razón. Una fe que renuncia a pensar. La fe se funda así en el sentimiento o en la tradición, pero no en sólidos fundamentos que la avalen y sustenten.
La consecuencia de todo ello es que se llega a pensar que la fe es algo que, en todo caso, se ha de reducir a la pura interioridad. La sociedad y la cultura son algo que se ha de construir al margen de Dios. Lógicamente por ese camino se llega rápidamente a la degradación moral. Si cada uno tiene su propia conciencia, ¿por qué hemos de llamar terrorista al que mata a personas adultas, y no a los que cometen en el mundo 45 millones de abortos al año? ¿Por qué reprobamos lo que hizo el nazismo o el comunismo, cuando nosotros matamos más que ellos, eso sí, democráticamente? ¿acaso puede haber decapitaciones o torturas fanáticas y “torturas demoráticas”? ¿Qué ideales puede transmitir una sociedad así? ¿Por qué nos quejamos de que nuestros jóvenes terminen en la droga, si no somos capaces de ofrecerles un ideal para dar lo mejor de sí mismos? ¿Por qué nos quejamos de la crisis de valores, si nuestros jóvenes no anhelan consumir otra cosa que sexo y alcohol?
La verdad es que, cuando se vive en un mundo sin luz, todo queda destruido y al hombre no le queda ya otra opción que disfrutar del momento presente y no pensar, porque, de pensar, va a encontrar un tremendo e insoportable vacío interior. De eso saben mucho los psiquiatras. «Disfruta y no pienses», se le predica al hombre de hoy. Pero ya decía Viktor Frankl que la felicidad no se puede buscar directamente, pues sólo puede llegar a nosotros como consecuencia de entregar lo mejor de nosotros mismos por una causa noble.