Ni una piedra ni un animal pueden ser delicados. El ser humano, sí, pues la delicadeza es la forma que tiene de estar en el mundo.
Una piedra es una cosa que simplemente está en la naturaleza, no tiene que adaptarse a ella. Si hace frío se enfría; si hace calor, se calienta. No tiene un interior diferente a la exterioridad. Una piedra, podríamos decir, es pura exterioridad, es piedra por dentro y por fuera.
Un animal necesita adaptarse al medio para sobrevivir. Tiene un interior (sus constantes vitales) que debe conservar. Si hace frío, desarrolla una gruesa capa de grasa y pelo, que lo protege. Si hace calor, la grasa desaparece. Si el medio es agresivo, se defiende con pinchos, cuernos o caparazones. Si lo exige la supervivencia, desarrollará la vista, el olfato, la velocidad o la capacidad de camuflarse.
Pero el ser humano es diferente: aunque está en el mundo, no es una cosa entre las cosas, ni un animal más.
Lógicamente, como seres corpóreos, los humanos tienen que adaptarse al medio (lo exige la biología). Pero lo que constituye al ser humano como tal, no es su cuerpo, sino una interioridad sobreabundante (o especial) que es intimidad. Por eso, el hombre propiamente no se adapta al medio sino que lo adapta a sus necesidades, dando lugar a la construcción de un orden social y cultural, ético y jurídico, artístico y simbólico, que constituyen “su mundo”. No se conforma con sobrevivir; tiene que vivir, vivir humanamente.
Pero el ser humano, a su vez, tiene que adaptarse a ese mundo que él mismo ha creado, tiene que vivir en él. Esa forma de estar en el mundo es lo que Julián Marías llamaba “instalación”. El hombre, por tanto, se instala en el mundo, en la sociedad, en la cultura. Esa instalación puede adoptar dos formas equivocadas: puede hacerlo a la manera del animal o a la manera de la piedra. Estas dos formas han dado lugar a dos ideales de felicidad: la ataraxia estoica y, lo que podríamos llamar la enajenación del hombre actual.
El sabio estoico intenta instalarse en el mundo como lo hace un animal a su medio, intenta salvaguardar su intimidad a toda costa para que el mundo no le afecte. El estoico acepta lo que no puede evitar con resignación e intenta no desear para que sus deseos no sean defraudados.
El hombre enajenado, por el contrario, es una cosa entre las cosas. Busca satisfacer todos sus deseos y eso le hace vivir siempre deseando más y buscando fuera esa satisfacción. Algo que le hace perder su intimidad, derramarla en lo material y cosificarse. Como una piedra, su intimidad se confunde con su exterioridad y se deja llevar por sus deseos.
Entre la ataraxia y la enajenación está la persona delicada. Ella guarda su intimidad, pero no la sella, como hace el estoico. Tiene deseos, pero sabe controlarlos. Tampoco la pierde en lo exterior, no se cosifica porque guarda para sí algo intransferible. No está en el mundo como un castillo fortificado, pero tampoco disuelto como el azúcar en el café. No lleva ni una existencia rácana, desconfiada, estoica, ni una existencia disoluta, extraviada, materialista. Desea sin dejarse dominar por sus deseos.
La delicadeza es la forma adecuada de instalación en el mundo. Sus actitudes propias son el pudor, que hace que yo salvaguarde mi intimidad; la generosidad, que hace que el exterior se enriquezca con mi mundo interior, y la atención, que hace que yo salga de mí para atender a los demás.
¿Demasiada filosofía? La necesaria para comenzar a educar en la delicadeza.