La médula de la revelación llevada hasta su culmen por Cristo se encuentra en la frase "Dios es amor" (1 Jn 4, 16). Para un cristiano, existir significa ser querido, amado y llamado por Dios al amor. Por amor ha enviado el Padre a su Hijo unigénito, que en cierto sentido se ha hecho Esposo de la humanidad y de cada uno de nosotros, al donársenos plenamente.
Toda la historia sagrada es la narración de ese amor esponsal, de la alianza entre Dios y el hombre, entre Cristo y la Iglesia. De esta suerte, también el amor fiel, indisoluble y fecundo entre un hombre y una mujer es signo y realización de aquel divino amor esponsal.
San Pablo exhorta: "Varones, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, para mostrar ante sí mismo a la Iglesia resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino para que sea santa e inmaculada" (Ef 5, 25-27; Cf. también 1 Co 3, 1-8 y Jn 15, 15). Por eso, los cristianos están invitados a vivir el amor entre hombre y mujer dentro de ese amor de Cristo por su Esposa y en el marco de esta alianza conyugal entre Jesús y la Iglesia. El amor sexual entre los cónyuges no puede quedar disociado del más grande acto de amor de la historia, el de Jesús que derrama su sangre en la cruz para salvación de la humanidad.