Entrevista al doctor Sarráis, psiquiatra, psicólogo y profesor de psicología de la personalidad.
«Se educa para tener éxito, para saber idiomas y tener muy buenas notas, o para ser un gran deportista –y ser así valorado y querido− pero no para tener un proyecto personal. Y es importante tenerlo, imprescindible: si uno no sabe cómo quiere ser “por dentro”, es muy probable que se contente con intentar ser “por fuera”, socialmente, y no se preocupe de que es inseguro, o inestable, o miedoso. Son rasgos negativos que solemos dejar pasar por alto, que nos desagradan. Propios de las personas a las que les vence el impulso de la afectividad, y que nos dificultan en grado sumo nuestra aspiración de ser felices», afirma el doctor Fernando Sarráis en la entrevista publicada en “Gaztelueta al día”, periódico editado por el Colegio Gaztelueta.
En primer lugar, ¿qué es la madurez?
La madurez psicológica es el equilibrio jerárquico entre cabeza y corazón, entendiendo la cabeza como la razón y la voluntad –que van unidas− y entendiendo el corazón como afectividad. Esos son los dos motores de los que dispone el ser humano para actuar: la voluntad nos mueve en la dirección que marca la razón (que es la que juzga en cada momento lo que está bien o lo que está mal); y la afectividad lleva a hacer aquello que nos sienta bien o que evita al menos lo que nos sienta mal.
Ya los filósofos clásicos recogían esta idea, que sigue siendo perfectamente válida: la personalidad madura es aquella que logra un equilibrio del alma. Por eso se dice que las personas inmaduras son desequilibradas, porque existe en ellas el conflicto interno entre hacer lo que quieren y deben, y lo que les apetece.
Pero esto no es fácil, hay que proponérselo… Lograr ese equilibrio –jerárquico, no lo olvidemos, pues es la voluntad la que ha de imponerse sobre los afectos− implica adquirir el hábito de dominarse a sí mismo, sobre todo de dominar las tendencias naturales que nos llevan a sentirnos bien y a evitar sentirnos mal.
Necesitamos entonces una voluntad fuerte. Si adquirimos el hábito de la fortaleza –que hace que la voluntad tenga fuerza−, estaremos en mejor disposición para hacer lo que tenemos que hacer, que es lo que nos conduce a la felicidad. No olvidemos que la felicidad es consecuencia de ‘hacer lo que debo’ pero ‘porque me da la gana’.