Cuando estamos metidos en el pozo del sufrimiento nos hacemos casi siempre esta pregunta: ¿Por qué me ha pasado esto a mi? Esta pregunta es una trampa: no tiene respuesta posible. Es un interrogante que conduce a una neurosis angustiosa. Como el ser humano no puede vivir con una pregunta tan importante sin contestar, instintivamente busca alguna respuesta. La primera respuesta que viene a la cabeza muchas personas es: "porque Dios lo ha querido".
Esta afirmación da respuesta al interrogante angustioso: queda resuelto, pero mal resuelto. Si esa es la solución encontrada, a partir de ese momento todo en estos sufrimiento se convierte en rencor hacia ese Dios que has sido capaz de hacernos daño o permitir que otros nos dañen.
Esto les sucede fácilmente a personas que tienen una formación cristiana poco profunda. Ha oído decir que Dios lo sabe todo y lo puede todo. Lógicamente no entienden cómo es posible que ese Dios no hagas nada para quitarles el dolor que padecen. Dios aparece así como un ser que se complace en el sufrimiento humano. Se crea así un sentimiento de desconfianza y resentimiento hacia ese Dios que es un pagables de los males de este mundo.
Conviene tener en cuenta que, cuando una persona sufre mucho, puede caer con facilidad en un estado de desesperación. En este caso la cabeza ya no gobierna a la persona sino que son los sentimientos quienes toman las riendas, y cuando somos movidos por impulsos poco racionales se puede pensar cualquier barbaridad. Nuestra vida está abocada a la absurdo de un sufrimiento irremediable.
No es esta la respuesta queda la doctrina cristiana. En su carta “El Evangelio de la alegría” el Papa Francisco realiza una afirmación importante: “Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas”.
Reflexión de Jorge Ordeig en “El Dios de la alegría y el problema del dolor”