Dios te ha dado la facultad de compadecerte, que te hace capaz de reconocer la súplica de la necesidad oculta y silenciosa, y el dolor de los que sufren sin palabras. La compasión te impedirá pasar al lado de quienes sufren sin fijarte en ellos y te empujará a brindarles ayuda. Y, si no se la brindas, tu vida será egoísta y carecerá de sentido. Si haces cuanto puedes por mitigar el dolor humano, eres servidor de Dios y has descubierto una llamada maravillosa, porque estar siempre dispuesto a servir es la auténtica vocación de los hijos de Dios.
Las pautas siguientes pueden ayudarte a ser compasivo:
—Ama al prójimo por amor a Dios. Eso elevará tu amabilidad al plano sobrenatural y, al mismo tiempo, te hará más generoso, diligente y abierto.
—Procura ver a Jesucristo en el prójimo. Amar al prójimo significa amar a Dios en el prójimo: el Señor se identifica con él y considera cualquier servicio que se le preste como si lo hubiera recibido Él mismo. Cuando dice: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis», también se está refiriendo a pensar con benevolencia. Tu lema debe ser: «¡Cristo en todos!».
—Muestra interés por los demás. Interésate de verdad por todo lo que les concierne, según aconseja san Pablo: «Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran».
—Ofrece consuelo y oración si no puedes prestar ayuda o consejo. Consolar un corazón humano es un servicio santo y un deber sagrado. Cuando a tu corazón lo mueve una compasión sincera, unas pocas palabras suelen bastar para aliviar el dolor del prójimo.
—No te resistas a cumplir tu vocación de servicio. Si permaneces sordo al grito de ayuda, no podrás ver el rostro de Dios. Si niegas tu ayuda a otros ¿cómo te atreverás a pedir la ayuda de Dios? ¡Sería lamentable que los cristianos, que debemos ser todos ángeles de consuelo, no estuviéramos dispuestos a ofrecerlo! A Cristo, que tantas veces pronunció ese dulce «¡no llores!», no se le privó de consuelo en sus horas más oscuras. Si de buen grado consuelas a otros, también a ti se te concederá algún rayo de luz y de consuelo en tu dolor.
(L. G. Lovasik en El poder oculto de la amabilidad).