10 abr 2018

CREO, CELEBRO Y VIVO


                  

Después de la Resurrección, el evangelio no quiere alejarnos de aquel día que ha cambiado el curso de toda la creación. A la luz de lo acontecido con los discípulos de Emaús, podemos decir que aquel viaje continúa con nosotros.  




      LA FE CREÍDA – CELEBRADA Y VIVIDA

                Aquellos discípulos tuvieron la experiencia de la fe creída; la fe celebrada y la fe vivida. Tres circunstancias de fe fundamentales en todo cristiano. Aquellos discípulos tenían una fe heredada de sus padres y, ¡claro que creían en la llegada del Mesías! Pero la tristeza de la muerte de Jesús, truncaba la esperanza de que Él fuera el futuro libertador del pueblo de Israel, en el sentido político-religioso, de acuerdo con las expectativas de la época.

            A veces, la fe, fundamentada sólo en tradiciones convenientes, puede ocasionar decepción o frustración, como en aquellos discípulos que iban a Emaús, después de ver cómo ajusticiaban al Maestro.
                               
                  También nosotros podemos sucumbir a la desesperación o a la resignación de que nada puede cambiar y volver, así, a la rutina cómoda de nuestro quehacer vulgar de cada día, que no es otra cosa que nuestros asuntos y costumbres. Es verdad que siempre encontramos motivos comprensibles para nuestra actitud cobarde.

            Pero aquellos discípulos tenían una fe que los llevó a la celebración compartida con aquel “extraño” que los iba aleccionando por el camino. “Quédate con nosotros”  y así fue. Se quedó un rato más. Lo suficiente para que lo reconocieran  “al partir el pan”. Los Sacramentos, teniendo en la Eucaristía el culmen y la fuente, son decisivos para el encuentro vivo con Cristo.
             
La Eucaristía es el centro de la espiritualidad, donde Jesús abre los ojos del creyente, hasta que Jesús es reconocido. Y, entonces, la esperanza vuelve a habitar en el corazón del que es discípulo de Jesús.
            
En la Eucaristía, el cristiano celebra su fe. Escucha a Jesús, como en el camino a Emaús. Arde el corazón del que se empapa de Jesús y el creyente tiene ganas de seguir o de quedarse con Jesús, aunque se haga tarde y la noche apremie.
            
              Pero aquellos discípulos no se quedaron con el regusto de la visita de Jesús Resucitado, sino que volvieron a Jerusalén a contárselo a los demás discípulos y a compartir con ellos el gozo de la verdad comprobada de la resurrección del Maestro.
            
                 Los creyentes tenemos la oportunidad de compartir también nuestra fe. Y lo hacemos de muchas maneras de mano de la Iglesia nuestra Madre.
           
                     La tristeza primera del fracaso, se cambia en gozo cuando compartimos. La Iglesia pone a nuestro alcance esos sacramentos y la caridad. Aquí está la fuerza del Evangelio.
            Con los Sacramentos, Cristo se nos acerca y nos habla, de tal forma que el corazón y el alma nos dicen lo bien que se está donde está Jesús. Y, entonces, el Amor anida en nuestro interior con pluma cálida y aroma de cariño. Y tenemos necesidad de compartirlo con los demás.
           
             Con la Caridad, Cristo nos comunica con el hermano necesitado. La muerte ya no es muerte, sino vida.  El Amor derrota al odio y al mal. El necesitado es más nuestro que nunca y le llamamos, o le hacemos hermano.
           
            Mediante la fe creída, celebrada y vivida sentimos que la tristeza se derrite y que el calor de la esperanza se enciende en el corazón.
Elpidio Ruíz Herrero.