Por Álvaro Lobo, SJ.
El 15 de abril, contemplamos atónitos cómo ardía Notre Dame de París. Como si el corazón de la Ciudad de la Luz se parase de pronto. Símbolo de la tradición, el arte y la cultura europea. Un icono que gracias al cine y a la literatura ha impregnado la historia de millones de vidas con imágenes y bonitos recuerdos. Testigo de guerras, papas, reyes y revoluciones. Una obra de arte capaz de emocionar por su belleza –pero de esas que parece que tienen vida propia– y cuyas piedras han sido admiradas por pueblos y generaciones durante siglos.
Detrás de la perfecta simetría, las gárgolas o la luminosidad del gótico más puro hay algo más que no se puede ver a simple vista: el alma de un pueblo. Es el nexo entre personas. Es la construcción de algo grande. Por y para todos. Da igual la época, la condición social o incluso la ideología: todos la hicieron suya. Es el fruto de tanta gente que un día apostó por un proyecto grandioso que hablase de Dios en una época donde era complicado llegar a viejo y que el tiempo trató de enriquecer hasta hoy.
Las catedrales destacan no solo por su altura, también por su localización en el corazón de cada ciudad. Nos recuerdan que el origen de nuestras culturas pasa en parte por el deseo de construir el Reino de Dios. Quizás desde estos cimientos se puede comenzar a reconstruir. El ingenio, la creatividad y el esfuerzo al servicio de los demás. Una casa de todos. Recuperar el espíritu de un proyecto que apunta hacia algo más. Los edificios y las obras de arte son expresión de lo que las personas llevamos dentro. Ojalá esto sirva para hacer que el pueblo de París, de Francia y, por qué no, todos los cristianos respondamos a la llamada de trabajar juntos para construir nuevas catedrales en el siglo XXI, sean o no de piedra. Esperemos que el alma de París vuelva a latir de nuevo.