Nuestro desvelo y esfuerzo animados por la esperanza para construir un mundo más humano están y estarán siempre acompañados por la fiel cercanía de Dios. Dios mantiene nuestra esperanza cuando aparentemente no hay motivos ni razones para ello, y cuando creemos que esta vida está misteriosa y secretamente abierta a un futuro de plenitud todo cobra y adquiere un sentido y una luz nueva, todo: esfuerzos, trabajos, fracasos, sueños, esperanzas.
Somos peregrinos hacia el Padre y caminamos con nuestros hermanos envueltos por el claro-oscuro de la vida, nos dirigimos hacia un “lugar cálido”. No somos vagabundos errantes, perdidos y a la deriva, aunque las dudas asalten y la brújula ofuscada pueda titubear. La esperanza no es una nostalgia cargada de melancolía, es una certeza que llevamos en “vasos de barro”. Dios trabaja en nuestras esperanzas humanas y un pueblo que vive de fe es más fuerte porque la fe le sostiene y fortalece. Hay milagros lentos y poco vistosos pero fecundos a la larga. “El ave canta aunque la rama cruja porque conoce la fuerza de sus alas”. (A. Cunqueiro) El ave canta y el hombre –simbolizado en Pedro (Mt. 14,22-33)- grita porque conoce su fragilidad, su pequeña fe, aunque experimenta sobre todo la bondad de Jesús -la fuerza de nuestras alas- El ave canta, el hombre grita, ¿y no podríamos también nosotros cantar, fiados de esa mano tendida, la mano de Dios? Cuestión de confianza.