Una mujer le decía a su esposo: «Deseo amarte como Dios te ama. Deseo cuidarte toda mi vida como Él te cuida, protegerte, ayudarte a caminar. Deseo que seas feliz. Deseo partirme sin reserva, cada día. Deseo vivir cada día como una niña confiada, deseo pasar cada día haciendo el bien como Jesús. Deseo acoger en mi corazón a todos. Pero sobre todo, deseo que tengas siempre un lugar en mí, poderte siempre responder, ser siempre tu descanso, que en mí puedas descansar. Poder siempre acoger todo lo que vives».
Es así el amor verdadero, el que nos hace crecer. Es ese el amor por el que es posible renunciar a mis deseos por hacer realidad los deseos de un tú al que amo. Ese amor hace míos los deseos de alguien. Ese amor nos hace comprender que la renuncia, el sacrificio, la entrega desinteresada, forman parte de ese camino verdadero que nos hace plenos.
Renunciar por los deseos de otros es una fuente de vida. Renunciar para que otros tengan vida y crezcan en su camino. En eso consiste la vida verdadera. No es sencillo, porque a veces nos atamos a deseos pequeños e inmediatos. Vivimos el presente como una realidad eterna. No queremos dejar de vivir lo que hoy queremos. Nos cuesta hacernos responsables de las consecuencias de nuestros actos. Los deseos nos tienen que mover a amar más y mejor, con más profundidad y madurez. Si nos dejamos llevar por los deseos del mundo caminamos sin rumbo, sin horizonte verdadero.