Lo
más normal es olvidarse de las notas recordatorias en los smartphones y volver
así al desorden y la confusión.
No soy del tipo de persona que se le da
bien organizar y planificar. De hecho, la aplicación del calendario de mi
teléfono la uso tan poco que la borré por accidente y ahora no sé cómo ponerla
de nuevo. En vez de eso, dependo de un calendario en un panel blanco gigante
que tengo en mi cocina, así que mi calendario me mira constantemente a la cara
en vez de avisarme con alarmas o avisos en el teléfono que puedo pasar por alto
y olvidar con mucha facilidad.
Lo curioso es que normalmente no
necesitamos el calendario para recordar lo que pasa en una determinada semana.
Escribirlo a mano parece adentrarme en una sección de mi memoria que no se da
por aludida cuando activo un recordatorio.
Cuando por fin me hice con un iPhone, mi
marido me animó a que usara la función de listas que tareas, ya que las listas
me resultan tremendamente útiles. Al principio usaba la función con diligencia,
pero a menudo olvidaba incluso si había hecho una lista. Deslizaba
apresuradamente hacia un lado los recordatorios que me saltaban cuando iba a
hacer una llamada telefónica o comprobar el email, así es normal
que terminara por derrumbarse toda mi confianza en las listas digitales,
volviendo así el desorden y la confusión.
Así que volví a escribir las
listas en un pedazo de papel. … y resulta que no soy la única. The
Guardian publicó hace poco un artículo sobre la psicología de las listas de tareas que
me ayudó a explicar mi experiencia:
El psicólogo y escritor David Cohen
considera que sus dificultades para mantenerse organizado se ven aliviadas,
aunque no resueltas por completo, por sus listas de tareas, que deben ser en
papel –preferiblemente en una agenda– y debe ser constantemente vigilada. “Mi
familia cree que soy caótico”, explica, “pero lo sería mucho más sin mis
listas: me han mantenido bajo control durante años”.
Cohen basa nuestro aprecio por las listas
de tareas en tres motivos: disminuyen la ansiedad sobre el caos vital; nos dan
una estructura, un plan al que ceñirnos; son prueba de lo que hemos logrado ese
día, esa semana o ese mes.
Escribir una lista de tareas por hacer me
relaja profundamente cuando me agobio. Aunque
me hagan falta dos días para tachar la primera cosa de la lista, el mero acto
de ponerlas por escrito me hace sentir menos estresada y más confiada.
Hay dos causas para esto. La primera se
llama “efecto Zeigarnik”, en honor a la psicóloga que lo observó por primera
vez. Bluma Zeigarnik descubrió que recordamos las cosas que tenemos que hacer
mejor que las que ya hemos hecho cuando se dio cuenta de que los camareros solo
recordaban las comandas que todavía no se habían servido; en cuanto se servía
el pedido, los camareros ya no podían recordar quién había tomado qué.
De hecho, nuestros cerebros pueden
obsesionarse tanto con las cosas que no hemos completado que llega a
distraernos de todo lo demás, aunque un estudio reciente de investigadores de
la Wake Forest University demostró que elaborar un plan para completar las tareas (como,
digamos, escribirlas en una lista) nos libera de la distracción de esa ansiedad y
nos permite volver a ser productivos.
Sin embargo, la clave está en
elaborar el plan. Garabatear recordatorios con una palabra no funciona; eso no
es un plan. El experto en gestión de tiempo David Allen explica
que si tu lista de tareas no es clara y concisa, lo más probable es que las
tareas no se hagan y, desde luego, no van a convertirse en una prioridad.
Pero quizás la peor parte de las
aplicaciones de listas es que nunca sentía la satisfacción de tachar algo
realizado. Ser capaz de ver las “tareas completadas” no es lo mismo que la
realización visceral de tachar con una gruesa línea una tarea que me esperaba
durante semanas. El acto físico de escribir algo y tacharlo hace que
todo sea más real, tanto las tareas que hay que hacer como el logro de haberlas
hecho.
Lo cual me recuerda… que tengo una lista
de tareas que terminar.