«La paciencia derrama sus frutos con profusión por todas partes: modera la ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de la pasión, reprime el tono de orgullo, apaga el fuego de los enconos, levanta en alto nuestra esperanza».
San Cipriano
Esta virtud se pone de manifiesto sobre todo ante lo difícil y costoso, y especialmente ante la adversidad que se prolonga en el tiempo: una enfermedad, el carácter difícil de personas con las que convivimos, el trato con otros en el trabajo, la incomprensión por parte de amigos… Cicerón se refería a la paciencia como a una constante firmeza en el bien cuando se presenta arduo y difícil para conseguirlo. Y san Agustín habla de la paciencia como aquella virtud «que nos hace soportar los males con buen ánimo», sin perder la serenidad, de modo que no nos acarreen una tristeza y un pesar desmedido.
La paciencia, pues, consiste en no rendirse ante el mal, sea cual sea, en no darse por vencido, en no capitular, en el recomenzar una y otra vez. Por eso, está muy relacionada con la fortaleza. Paciencia significa mantener firmeza y esperanza ante aquello que debemos hacer en medio de dificultades y obstáculos. El paciente sabe resistir y esperar el tiempo oportuno para actuar. Por eso se lee en el libro de los Proverbios que mejor es el varón paciente que el fuerte, y aquel que se domina en su ánimo, mejor que el conquistador de ciudades.
La paciencia es activa; y, en cierto sentido, consiste en adaptarse al tiempo, a los ritmos de la naturaleza, en aguantar los embates del enemigo –interno o externo–, en no caer en una tentación que se prolonga más de lo esperado.
Fernández-Carvajal, Francisco en “Pasó haciendo el bien”.
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