Sabemos reproducir el comportamiento humano en robots, inventamos aparatos que nos permiten conectarnos con personas de las que nos separan miles de kilómetros, y somos capaces de hacer que los aviones vuelen o que los puentes no se hundan. Pero resulta que llega un virus de tamaño microscópico y puede con nosotros. A este virus le da igual que seamos ricos o pobres. Le trae sin cuidado que hayamos vivido una vida auténtica con la que nos sintamos en paz, o que por el contrario haya aspectos de nuestra historia con los que todavía necesitamos tiempo para reconciliarnos. No le importa nuestro nivel de inglés, nuestros cursos de formación ni si hemos hecho voluntariados. Se ríe de nuestros planes de futuro y de nuestros países sin tachar de la lista de próximos destinos. Le resbalan nuestras horas de gimnasio o de práctica de nuestro instrumento musical. Ni siquiera le importa si estamos sanos o enfermos. Es más fuerte que nosotros y nuestras circunstancias, y esto no nos gusta nada porque supone admitir nuestra debilidad de una manera repugnantemente descarada.
No estamos acostumbrados a no ser los protagonistas. Se nos hace raro eso de no poder dominar la situación y no tomar las riendas de nuestras vidas. No nos lo acabamos de creer del todo. Pero, en realidad, esto no debería sonarnos a novedad a los cristianos. Cuando Jesús dijo en el siglo I que no sabemos ni el día ni la hora y que por eso hay que estar siempre en vela, no creo que lo dijera pensando exclusivamente en el coronavirus del 2020. Cualquier día se nos puede quedar abierto el gas de la cocina de casa y morir asfixiados en confinamiento creyéndonos los más listos por huir del coronavirus.
Si algo se puede concluir de esta cuarentena es que ni nuestras lógicas son las de Dios, ni nuestros tiempos son los de Dios. Nos parece una auténtica locura que mueran tantas personas diariamente. Dejamos de leer las noticias porque nos negamos a ver cómo las cifras siguen aumentando. Quizá en África, más acostumbrados a convivir con la muerte, con la fragilidad y la finitud de la vida, esta situación sería vivida de otra manera. Pero nosotros somos el primer mundo. El mundo del progreso y la ciencia, el que no tiene límites, el que sólo crece y se hace más fuerte. A nosotros no nos puede estar pasando esto, tiene que ser un error.
Creo que hay un componente de esta crisis que nos desquicia: que no podemos culpar a nadie de ella. Podemos entrar a valorar si los políticos han gestionado bien o no la situación; podemos apelar a la responsabilidad social para que el número de infectados no aumente; podemos pensar que el gasto en sanidad pública es insuficiente… pero nada de todo eso originó ese diminuto bicho que tantas muertes está produciendo. Ante la enfermedad, como ante algunas otras cosas de la vida, no podemos exigir responsabilidades a nadie. La enfermedad nos iguala porque no discrimina. Solo hay que aceptarla, sin más. Sin el desahogo que supone a veces poder culpabilizar o enfadarse con otros. Y eso es dificilísimo.
Por supuesto que hay que luchar para que esto termine cuanto antes y que lo haga causando el menor daño posible. Hay que agotar todas las posibilidades y recursos. Claro que es lícito rezar para que esto pase. También Jesús pidió a su Padre que apartara de él ese cáliz que tanto le atemorizaba. Pero tal vez sea momento de entender lo que significa ser criaturas de Dios y no dioses. Hoy, más que nunca, es el tiempo de confiar en un Dios que es Amor y Bondad. Confiemos en Él con la misma confianza con la que Jesús se dejó conducir a la cruz.