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Hubo una época en que pensaba que esto de “santificado sea tu nombre” significaría que uno tenía que estar diciendo todo el día cosas bonitas de Dios, frases piadosas, o cantos de alabanza… Quizás me he hecho más mayor, o más práctico, o comprendo un poco más el mundo. Ahora cuando me detengo en esa frase inmediatamente me vienen a la mente polémicas y frases desgraciadamente frecuentes en nuestro mundo, en el que hay gente que, con el argumento de la libertad de expresión, dice verdaderas barbaridades sobre Dios (y de paso la Virgen, los santos y todo aquello que les suene a religión).
Entonces me doy cuenta de que santificar un nombre es algo mucho más serio que decir cosas bonitas, aunque ciertamente también es algo que implica no decir barbaridades.
Primero, es aprender a respetar todo lo que ese nombre significa para mí y para otros. Respetar lo que comparto, pero también lo que no. Respetar el nombre de Dios es respetar a las personas para quien ese nombre es importante (si acaso yo no creyera). Y es también -si yo soy creyente- tomar en serio ese nombre. Tomarlo en serio es no utilizarlo para cualquier cosa. Es no confundir la voluntad de Dios con cosas que no dejan de ser tradición, cultura o costumbre. Es descalzarme ante el terreno sagrado que es su palabra, y escucharla. Es aprender a descubrir los mil significados de ese nombre. Porque “tu nombre” es Dios, y es Padre, y Madre, y Alfarero, y Creador, Maestro, Juez, Amigo, Jesús, Espíritu, Sabiduría… innumerables nombres cargados de significado, matices y profundidad. Y al tomar en serio esos nombres, entonces tomo en serio las consecuencias para mí, que me entiendo también como Hijo, Hermano, Barro, Criatura, Discípulo, Libre, Amigo, etc.
Santificar su nombre es ser consciente de que al decir “Dios”, estoy hablando de Dios, del mundo, y de mi propia vida. De nuestra verdad más profunda.
José María Rodríguez Olaizola, sj.