Por Javier Fariñas Martín
En pocas ocasiones un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de nuestro país fue tan poco polite, como dicen los ingleses. “No vamos a estar buscando monjas por la selva”, dijo en abril de 1994, cuando se desconocía, en pleno genocidio, el paradero de muchos de los misioneros españoles que trabajaban en Ruanda. Aquellas monjas –que no estaban perdidas, ni mucho menos– recuerdan para Mundo Negro aquellos días. A pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo una historia que merece ser contada.
En pocas ocasiones un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de nuestro país fue tan poco polite, como dicen los ingleses. “No vamos a estar buscando monjas por la selva”, dijo en abril de 1994, cuando se desconocía, en pleno genocidio, el paradero de muchos de los misioneros españoles que trabajaban en Ruanda. Aquellas monjas –que no estaban perdidas, ni mucho menos– recuerdan para Mundo Negro aquellos días. A pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo una historia que merece ser contada.
Basilia Ruiz y Natividad Pérez, misioneras de San José de Gerona / Fotografía: Javier Fariñas Martín |
Una leyenda escrita con un dudoso rigor, por aquello de cotejar las fuentes –curioso esto porque hablamos de un escritor y periodista–, recuerda que cuando Mark Twain se iniciaba en el ejercicio del periodismo, en una de sus primeras redacciones, su superior jerárquico le dijo: “Salga a la calle, vea lo que ocurre, vuelva a la redacción y cuéntelo”. Así de sencillo. Ir, ver, volver y contar.
Casi al azar, en Butare, después de un día de traqueteos varios por caminos ruandeses, surgió en una sobremesa con pinta de anodina el nombre de Pilar Díez Espelosín, aquella misionera española a través de la cual conocimos lo que estaba sucediendo en Ruanda en aquellos luctuosos 100 días de 1994. Casualidad o no, de nuevo, nos enteramos de que la buena de Pilar vivía literalmente a la vuelta de la esquina de la casa que las Misioneras de San José de Gerona tienen en esta localidad, donde reposábamos las viandas del día.
-¿Estará ahora?
-No sabemos, pero podemos ir a verlo –respondieron las religiosas.
-No sabemos, pero podemos ir a verlo –respondieron las religiosas.
Tocamos el timbre y apareció Pilar. Tomamos un café con un dulce y charlamos de lo divino y, sobre todo, de lo humano. Una conversación poco noticiosa pero muy agradable. Y nos emplazamos a vernos en Madrid.
Esa noche dormí en Gitarama, en otra casa de las Misioneras de San José. Una cena sencilla pero rica dio paso a otra sobremesa, en la que hablamos con dos de ellas: Basilia Ruiz y Natividad Pérez. Compartimos, con un té ruandés, el devenir de la jornada. Y salió el nombre de Díez Espelosín y de la frase –poco acertada pero fantástica para los periodistas– de aquel funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores español que –en pleno genocidio y tras la petición de ayuda de varias congregaciones religiosas para repatriar a los suyos– aseveró que “Hasta el lunes no se puede hacer nada; no vamos a estar buscando monjas por la selva”.
–Esas monjas éramos nosotras.Basilia y Natividad se miraron.
–¿…?
–Sí, éramos nosotras.
–Hay que contar esa historia.
–¿…?
–¿Os viene bien mañana?
–Sí, después de la cena.
–Sí, éramos nosotras.
–Hay que contar esa historia.
–¿…?
–¿Os viene bien mañana?
–Sí, después de la cena.
El día siguiente transcurrió en Nyarusange...