“Si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía” (1Corintios 15,14).
El Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar,
“el Señor colaboraba y confirmaba la Palabra con las señales que los acompañaba”
(Marcos 16,20). Eso
también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda
para cumplir la misión que nos encomienda.
Es una fuerza imparable. Verdad que
muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades,
indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de
la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce
un fruto. En un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible.
Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a
difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a
través de las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a
reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces
de lo que parecía irreversible. Esa es la fuerza de la resurrección y cada
evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.
(Evangelii Gaudium nº 275- 277)