Siempre que llega la Cuaresma se nos plantea el debate sobre el sacrificio. Pensamos ¿para qué quitarnos de algo si nada más que va a servir para que suframos un poquito? ¿qué sentido tiene sufrir, si no redunda en bien del prójimo? Y es que han quedado lejos aquellas concepciones de otras épocas en las que parecía que cuanto más se sufriera, más se agradaba a Dios o más beneficios se lograban para los demás. Fruto de todo ello, la palabra sacrificio había quedado devaluada, ya sea por exceso, o por defecto. La conservábamos, es cierto, en nuestro haber religioso, pero, sinceramente, tampoco acabábamos de saber qué hacer con ella.
Pero, de pronto, la desgracia de la pandemia del coronavirus que estamos sufriendo, hizo que todo cambiara. Porque entendimos que nuestros pequeños o grandes sacrificios tenían un valor. Ya que entendimos que el fastidio de quedarnos en casa sin salir, era beneficioso y podía salvar vidas. Que el arriesgarse diariamente, como hacen los sanitarios en los hospitales, tiene un sentido muy grande para aquellas familias que ven volver a sus enfermos a casa después de haber estado ingresados unos días. Que el trabajo callado y silencioso de todos los que siguen haciendo que el país pueda seguir caminando mínimamente, ayuda a muchas personas. Que las pérdidas de dinero que le suponen a muchas personas los actos solidarios y empáticos por los demás, valen más que los beneficios que muchas veces buscamos.
Al unir todo ello en la oración, entendimos que nuestros pequeños o grandes sacrificios dan esperanza, llevan consuelo, hacen que se pueda seguir viviendo e incluso puede llegar a salvar vidas. Supimos que todos estos sacrificios, se unen misteriosa y profundamente a aquel que un día hizo Cristo al ofrecerse por todos de una vez para siempre en la Cruz. Entonces la Cuaresma empezó a tomar un sentido nuevo, y sin darnos cuenta comenzamos a prepararnos para vivir la Semana Santa.