“Derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes” (Lc 2, 52).
Jesús proclama que Dios ha decidido establecer su reino y manifestar su poder real ¿quién se aprovecha de esta situación?: Los pobres, los oprimidos, los aplastados. Si Dios es en verdad un rey digno de ese nombre ejercerá su poder a favor de los pobres y de los pequeños, les vendrá bien a los humildes que Dios mismo sea su protector, su defensor. Entonces serán felices.
Así pues, se abre una esperanza maravillosa para los pobres. Esto no quiere decir que sean mejores que los demás, más virtuosos. La afirmación de Jesús se basa en un presupuesto que no procede de la psicología de los hombres, sino de la psicología de Dios. La afirmación de Jesús se basa en cierta idea que Él se hace de Dios en cuanto rey. En cuanto rey, Dios tiene la obligación de dar la ventaja, con su justicia, a los pobres, a los pequeños, a los débiles, a los oprimidos.
El mensaje cristiano no tiene cono finalidad sólo dar a conocer unos principios morales (que ya eran conocidos). El cristianismo no es solo un apoyo al orden moral de la sociedad. El cristianismo es esencialmente y ante todo una “buena nueva”. El evangelio no se desinteresa de la moral, pero se interesa ante todo por una conducta que no es simplemente la de la moral natural y sus criterios. Nos lleva mucho más allá que las reglas de una moral sabia o del sentido común.
Jesús se encuentra constantemente en conflicto con los fariseos de su tiempo precisamente en este punto. Para ellos Dios es, en definitiva, un excelente contable. Pesa, calcula los méritos de cada uno y paga a cada uno exactamente según sus méritos. Pero el Dios de Jesucristo no es ese Dios. Es un Dios que se caracteriza por la misericordia, por la predilección hacia los más pobres, los y los más débiles, los más desvalidos y los más necesitados. Un Dios que se pone al lado de los pobres y no de los poderosos. La pregunta es ¿De qué parte estamos nosotros?.