Señor
acompasa el latir de mi corazón aquietando mi mente.
Apacigua mis apresurados pasos
con la visión del alcance eterno del tiempo.
Ablanda la tensión de mis nervios y músculos
con la música relajante de las melodías
que perduran en mi memoria.
Ayúdame a experimentar
el mágico poder restaurador del sueño.
Enséñame el arte de tomarme pequeñas vacaciones:
detenerme para mirar una flor,
charlar con una amistad,
acariciar un perro,
leer unas pocas líneas de un buen libro...
Hazme ir más despacio, Señor,
e inspírame cómo echar raíces profundas
en la tierra de los valores perennes de la vida,
para que pueda crecer hasta la cima de mi grandioso destino. (Jill Harris)
San Ignacio, en su Ejercicios Espirituales nos enseña a descubrir algo importante sobre la oración:
“No el mucho saber harta y satisface el alma,
sino el sentir y gustar de las cosas internamente”.
Nos recuerda un principio esencial: no es la acumulación de conocimientos intelectuales lo que
alimenta el alma, sino el asimilar y gustar íntimamente los misterios de nuestra fe. Lo que importa no
es tener muchas ideas, sino penetrar a fondo las verdades esenciales… ya que la oración es un
dialogo intimo con Dios y esas pocas verdades, cambiarán nuestra vida.
Por eso es necesario, quedarse en la oración con aquella Palabra que más gusto espiritual suscita en
el propio corazón. Es sentir que eso que dice la Palabra, tiene algo para iluminar este momento
concreto de mi propia vida. Donde siento “gusto” ahí me quedo, hasta que sienta que ya saqué todo el
provecho espiritual. Luego puedo seguir adelante con otra Palabra, que me haya llamado más la
atención…