Existen muchas cosas que se nos imponen sin poder hacer nada por cambiarlas: la familia que tenemos, la carga genética, el pasado, el sexo, el temperamento, las consecuencias de lo que hemos hecho… y la edad. Nadie puede decidir qué edad tiene ni puede quitarse años de encima. Puede mentir o disimular, pero eso no cambia nada. Se pueden llevar mejor o peor los años que uno tiene, pero no los puede dejar de tener.
Cada vez más personas se dejan la piel –casi de manera literal– en aparentar más jóvenes de lo que son en realidad. Llevan a cabo una lucha a muerte contra los años; de hecho, una de las obsesiones de nuestro tiempo es la lucha contra el envejecimiento, incluso muchos científicos están en ello. No queremos aceptar lo inevitable: que no podemos hacer nada para impedir que cada año tengamos un año más.
Al principio, nos resulta relativamente fácil ganar batallas: vamos eliminando las incipientes arrugas, disimulando las primeras canas, no nos cuesta mucho mantener la forma física y guardar las apariencias a base de cremas hidratantes, cabellos teñidos o una ligera capa de maquillaje.
Pero llega un momento en que la guerra se recrudece y hay que echar mano de la artillería pesada: intervenciones quirúrgicas, liposucciones, curas de adelgazamiento, tratamientos sofisticados… La contienda da un giro de ciento ochenta grados y comenzamos a estar en el bando de los perdedores. Es el momento de quemar toda la munición: sólo vivimos para parecer que hemos vivido menos y que nos queda más por vivir, estamos embebidos en una lucha que no nos deja ser felices y que únicamente acaba con la propia capitulación.
No cabe duda de que sentirse y verse bien es una fuente de sati
sfacción y atrae a la felicidad; no obstante, plantearse la vida como una carrera contra ella misma es un error que trae como consecuencia la infelicidad.
No se trata de luchar contra la edad, sino de gestionar la edad que se tiene. Para ello, hay que comenzar por aceptarse a sí mismo, por ir adaptándose a los años, a no querer vivir la etapa que no toca. Nos intentamos convencer de que sólo se puede ser feliz si se es relativamente joven, algo totalmente falso a no ser que se encaje el concepto de felicidad en una determinada forma de vida que sólo valora lo juvenil.
Querer vivir en la edad que no toca nos hace perder la felicidad que nos podría tocar, porque, como decía la escritora francesa Daniel d’Arc, “la edad que se querría tener perjudica a la que se tiene”.
De http://blogs.aceprensa.com/familiaactual/