Muchos jóvenes hoy piensan que vivir es viajar, tener nuevas experiencias en lugares insólitos: desde montar en camello por el desierto del Sahara hasta bucear en los arrecifes de coral del mar del sur de la China, pasando por colaborar con una ONG en las inmediaciones del lago Turkana o contemplar el amanecer en un pico de los Andes. Sin embargo, antes o después, recapacitan como el hijo pródigo y caen en la cuenta de que la calidad de una vida está en función de la calidad de las relaciones afectivas libremente elegidas. Quien vive moviéndose de un lado para otro acumulando nuevas experiencias está siempre despidiéndose de personas a las que quizás ha comenzado a querer. Inevitablemente va desgarrando periódicamente su corazón. “Volveré a mi ciudad, recuperaré los lazos familiares, los amigos de la infancia y juventud”, se decía a sí misma −y me decía a mí− aquella antigua alumna que había recorrido medio mundo.
Los seres humanos no podemos vivir a la intemperie; necesitamos un hogar, ese “lugar al que se vuelve”, como dice hermosamente Rafael Alvira. Sin duda la convivencia con los demás inevitablemente genera en ocasiones algunos conflictos, pero a su vez el aislamiento radical empobrece nuestra vida hasta dejarla falta de sentido.
Para vivir de verdad hay que compartir nuestra vida con otros a los que queramos, hay que con-vivir. A la vez es preciso aprender a crear espacios y tiempos para poder cultivar nuestra vitalidad interior que es precisamente lo que podemos compartir con los demás. La superficialidad −que quizá caracteriza el estilo de moda en la actualidad−, la búsqueda de la gratificación inmediata y el miedo al compromiso imposibilitan el desarrollo de un horizonte personal que dé sentido a nuestra vida.
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